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2012-03-26

Fragmento Caprichoso 8

Intelectualmente estimulantes


Un pequeño departamento de un edificio largo y menospreciado, un cuarto oscuro y el contorno luminoso del borde de la puerta que da al pasillo. Pisadas y el sonido de la llave abriendo la cerradura. La puerta se abre y dos siluetas aparecen, una de ellas entra junto a la puerta y hace pasar a la otra.
J—¡Pero que frío que está tu departamento Alejandro!
A—¡Cierto! Lo había olvidado. Es que yo soy casi inmune al frío, me pongo un pulover y ya. Mis manos y pies se enfrían también, pero no me molesta, y como no suelo recibir a nadie en mi casa…
J—Te hace mal que se te enfríen las extremidades Ale. Deberías prender la estufa o ponerte pantuflas al menos.
A—Julia… Yo no uso pantuflas, ni las usaré jamás…
J—Apuesto a que te has usado las medias junto a las ojotas.
A—Solo en pleno invierno— Alejandro había cerrado la puerta, se acerca a la estufa que está en piloto y la pone al máximo para calentar el ambiente. Prende la luz, una luz pequeña que deja el cuarto iluminado débilmente bañándolo de una atmósfera de abandono. Al otro lado de la habitación un gran ventanal que da a un balcón, por él se ven algunos edificios, estrellas y muy a lo lejos si se mira con cuidado, el Río de la Plata.
J—El paisaje es hermoso, desde la ventana de mi cuarto solo se ve una avenida bulliciosa.
A—Es un bonito paisaje, aunque me he acostumbrado a su presencia. Solo a veces, mientras camino con un café, me detengo y lo veo como lo vi la primera vez que entré al departamento. ¡Eso es! Voy a hacer café, así te calentás más rápido.
J—¿Eso debo interpretarlo literalmente o hay un doble sentido?
A—Literalmente… Respeto las prioridades.
J—Serán las tuyas, no sabes cuales son las mías.
A—Me las harás saber si realmente son prioridades, supongo— Va a la cocina, la cual está junto al cuarto que es tanto living como comedor. La cocina se separa del cuarto solo por una barra salida de la pared con una mesada de mármol sobre ella. La cocina no es muy grande, por lo cual lo que más llama la atención es el traga-humo. Alejandro pone la pava, no tiene cafetera por que no suele recibir visitas numerosas como para considerar tenerla. Saca café instantáneo de un estante y una azucarera de aluminio celeste y gastado.
J—Noto que tu casa es “bastante accesible”.
A—¿Lo decis por que hay muchos estantes y pocas puertas?
J—Podría decirse así.
A—Mi casa es como yo, dentro de ella podes acceder fácilmente a lo que necesites, pero no es fácil que te dejen entrar.
J—¿También sos frío como la casa?
A—Sí…
J—Pero yo ya estoy dentro y prendiste la estufa.
A—Jajaja! Es cierto. ¿Tomas el café con leche o solo?
J—Iba a decir que me gusta negro y fuerte, pero arruinaría el hilo de la conversación.
A—¿Pero por qué? ¡Jajaja! Si querés poner música, todo lo que tengo está en aquellos discos de allá.
J—Prefiero el silencio, es de noche y ya hay una melodía etérea en el lugar, sumada al sonido del agua a punto de hervir— Alejandro había preparado las tazas con el café, ahora les pone el agua y las coloca en la barra que separa la cocina del resto del cuarto. Julia se sienta en una banqueta del otro lado y agarra una de las tazas para sentir el calor de la misma en su mano.
A—Acá tenés el azúcar, ponele cuanto quieras.
J—Ponele vos la azúcar, no importa si te queda muy amargo o muy dulce.
A—¿La azúcar?
J—Para mi, azúcar debería de ser de género femenino…
A—Sos una rebelde después de todo.
J—Una rebelde conveniente, digamos…
A—Y para mí, las palabras que se refieren a objetos no deberían de tener género.
J—El ser humano necesita personificar hasta lo impersonificable!
A—No entiendo el por qué, si ya hay suficientes personas como para tratar con ellas.
J—Será que las personas tienen voluntad y los objetos no, y uno puede imbuirle a los objetos la propia voluntad…
A—Siempre y cuando sean sus propios objetos.
J—¿Y qué define que un objeto te pertenezca?
A—Que lo compraste, lo ganaste, lo posees, está en tu casa…
J—Por más que lo compres, o lo ganes según algún reglamento legal o no, si lo perdés y alguien lo encuentra deja de ser tuyo. Si un objeto lo posees o simplemente está en tu casa, lo que define que sea tuyo es el poder físico que tenes sobre él. Por lo tanto, no hay verdadera propiedad, solo posesión circunstancial.
A—Esa idea sería muy barbárica hoy en día, uno de los logros de la civilización es justamente menguar el autoritarismo físico.
J—¿A cambio de un autoritarismo legal? ¿Y como se sostiene ese autoritarismo legal? Con ejércitos, armas atómicas, distribución estratégica de los recursos en beneficio de los líderes… Después de todo sigue siendo todo muy físico. Pero estábamos hablando de los objetos, no del sistema.
A—¿Cómo aplicarías tu idea sobre los objetos a la modernidad? Ya qué, si una idea no puede aplicarse, no pasa de ser una fantasía.
J—La propiedad sobre los objetos no debería de existir como concepto de propiedad. Debería de considerarse un intercambio de beneficios entre el sujeto y el objeto. El sujeto es merecedor del objeto en cuanto lo preserve y lo mantenga útil. De este modo el sujeto debería de ser también propiedad del objeto. Debería de haber una relación de mutuo beneficio entre el sujeto y el objeto.
A—Pero eso es como atribuirle personalidad a los objetos…
J—Pero, eso ya lo hacemos de cierta manera. Con la diferencia que hoy en día descartamos los objetos como si no valiesen nada.
A—Tenes una postura muy materialista…
J—Sí y no. Materialista en cuanto que considero que lo material es lo más real y que los objetos son importantes. Pero no materialista en el sentido económico. Soy posesiva con mis objetos, y son mis objetos los que me sirven y a la vez yo les sirvo. Pero los objetos que no tienen una relación conmigo y que sí pueden tenerla con otro, deberían estar con el otro.
A—¿Y te despojás de todos esos objetos que ya no usas?
J—Lo hago, siempre que encuentro a alguien que crea yo que los merece… A vos te obsequiaría un par de manoplas de lana que no uso, jajaja!
A—No creo que yo pueda establecer una relación con un par de manoplas de lana…
J—¿No? Es cuestión de que las uses un poco en este invierno que se avecina…
A—Mejor que las relaciones se establezcan entre personas, y no con objetos.
J—Creo que tomaste muy literalmente mi planteo. Lo que quise decir es qué, por ejemplo, vos tenes propiedad de tu casa por que te guarece pero a la vez la mantenes en buen estado. Sin embargo no deberías tener…
A—Te entiendo. Sería más fácil decir que uno debería tener solo propiedad sobre las cosas que merece.
J—De cierta manera… En realidad, todo pasa por ser uno mismo lo suficientemente íntegro como para saber qué necesita y qué no, y no andar acumulando cosas que se terminan convirtiendo en un estorbo para uno mismo.
A—Por eso saqué la pared que dividía la cocina del resto de la casa e hice esta práctica barra…
J—Muy práctica a decir verdad, me encanta!

Julia y Alejandro hablaron toda la noche mientras la casa se calentó debido a la estufa. También tomaron más café, y terminaron durmiendo una breve siesta en el sillón que estaba junto al ventanal, hasta que la luz del sol matutino los despertó. Debatieron entonces qué harían con el resto del Sábado.

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Arroz con jengibre



En una cacerolita antiadherente, o sartén de las viejas…

Ponemos aceite para freír un poco de cebolla, cuando está a punto de dorarse le agregamos un poquito de manteca hasta que se disuelva.

Luego le agregamos el JENGIBRE, calculando una media cucharadita por medio plato de arroz aproximadamente.

Le ponemos también un poquito de perejil y sal y revolvemos hasta integrar.

Luego, un poco de oporto! Revolvemos un poco más.

Al cabo de unos segundo agregamos el arroz (previamente cocido) y mezclamos con cuchara de madera o malabares, según prefiramos.

Y listo el arroz. Servimos y lo acompañamos de un vino.

¡Buen provecho!


Las mezclas no tienen por qué ser precisas, experimentemos con la comida, descubramos las medidas únicas para nosotros, los menos fríos números posibles en nuestra cocina…


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2012-03-23

Trasliteraciones

Libros y señales


Mientras Lucia revisaba en el armario de la cocina de Benjamín buscando un recipiente en donde poner comida chatarra, Juan hurgaba en la biblioteca, sabiendo que era siempre la misma pero como siempre, esperando encontrarse con algo nuevo. Benjamín observaba a Juan, como él obedecía a un instinto propio de ciertas personas, de revisar las bibliotecas que tienen cerca. En determinado momento su rostro, al ver a Juan, se puso atento, y juan sonrió asintiendo sutilmente con la cabeza.
J—Al final te lo compraste, che!
B—No te dije nada por que sabía que revisarías la biblioteca y lo encontrarías por vos mismo.
J—Te habrá salido bastante…
B—Y sé que no es un libro que me vaya a ser útil, pero tenía que estar en mi biblioteca. Uno compra tantas pelotudeces, que simplemente no puedo andar escatimando en libros que me atraen.
J—¿Y te compraste el otro que viste ahí mismo?
B—¿El de dialéctica? Sí…
L—¡Eh, rata! Te comprás todos los libros que me gustan a mi.
B—No es mi culpa, si vos los mirás y los dejás abandonados a las manos de vaya uno a saber quien. Yo los rescato y los trato con cariño.
J—Algo que vos no haces con tus libros!
L—Yo sé como tratar a mis libros, púdranse los dos.
B—Lo más interesante es todo lo que aconteció el día en qué compré los libros…
J—Empezá a contar mientras voy por una cerveza.
L—¡Trae gaseosa para mi!
B—Como decía… Esa mañana, o el día anterior, como me quedé despierto hasta tarde decidí que era buena idea directamente no dormir.
L—¡Ah, bien eh! ¿Qué estuviste haciendo toda la noche, rata?
B—… Estuve viendo unos videos de Jean-Luc Ponty, y luego unos capítulos de una serie bastante pelotuda, pero no sé por qué me la miré toda la noche hasta que, a punto de terminar, me aburrió y no la vi más.
L—Linda vida la tuya…
B—A la mañana intenté solucionar unas complicaciones con mi computadora, como siempre… ¡Cada día estoy mas convencido de que la tecnología complota en contra nuestra!
J—Y, hay que pensar quienes son los que la fabrican…
B—Bueno, desayuné café y té y pan con manteca.
L—Que raro vos…
B—Me dieron ganas, además le puse poca y el pan era de esa panadería que a mi me gusta!
L—¡Que está llena de mujeres!
J—Un lugar al que podemos ir mañana a tomar la merienda…
B—Definitivamente.
L—¡No!
B—Como decía… Seguí con ese asunto tecnológico, a eso de las dos y pico almorcé un par de sanguches de huevo revuelto frito. Pero claro, con un poco de oregano!
L—¿Te parece comida eso?
J—¿Cómo llegaste a comprarte los libros, fue un impulso o lo tenías planeado?
B—Planeado para esta semana al menos… Me vestí, fui a pagar el gas y de ahí a Corrientes y Callao. Recuerdo que en colectivo había una mina bohemia que leía la Naranja Mecanica, eso me pareció un buen presagio…
L—¿Vos la leíste?
B—No, y no creo que me guste, pero me pareció buen presagio.
J—¡Ya lo creo!
L—Vos no creas nada mejor…
B—Caminé por Corrientes hasta que me encontré con la librería en cuestión. Entré y fui directo a la estantería del fondo en donde estaba el libro que quería, y al pasar mis ojos se proyectaron hacia el otro lado del local en donde vi el libro que tiene Juan entre sus manos. Fui a la estantería, en la cual un hombre investigaba, y casi de forma insolente de mi parte agarré el libro que quería que sabía en donde estaba, no vaya a ser que a ese hombre se le ocurriera adelantárseme. Con el libro en la mano fui a buscar el otro libro, siendo insolente nuevamente pero ahora con una muchacha…
J—¡Jajajaja! Entiendo el sentimiento, uno ve a esas personas como buitres…
B—Si. Entonces los llevé a la caja y la chica que atendía, de unos hermosos ojos castaños… Me lo embolsó y me hizo un cinco porciento de descuento.
J—Parece que le caíste bien…
B—Puede ser… Me gusta pensar que le llamó la atención el que yo haya entrado ahí, tomado esos dos libros sabiendo en donde estaban, y comprarlos sin rodeos… Una venta fácil después de todo…
L—A ella le gustó que no le hagas preguntas sobre los libros y cobrarte rápido.
B—Probable…
J—Pero no descartes tus encantos…
B—¡Jajaja! No, claro que no…
L—¿Eso es todo?
B—No, falta el libro de Sabato. Me fui a la librería esa en la que tengo una tarjeta de descuento, al entrar puse los libros en un casillero y empecé a dar vueltas. Estoy seguro que hemos estado en esa libraría…
L—¡Hemos estado en todas las librerías de Corrientes!
J—Eso es muy seguro…
B—Bueno, el libro no estaba, y tampoco encontré nada de Adler…
J—¿De que hablaba él?
B—Psicología individualista… Así que me fui, y cuando retiré los libros me encontré en la puerta del armario una moneda de un peso, es decir una de más.
L—Simplemente tenes buena suerta rata!
J—Fue un buen día.
B—Luego, caminé, y en la esquina vi a una morocha con unos pantalones de jogin violeta ajustado, y a mi me gusta el violeta, y los pantalones ajustados, y las morochas…
L—¡Bueno! Siempre pensando en lo mismo vos. ¿Era necesario mencionar a la mujer esa?
B—¡Claro que sí! Algo que nunca les he dicho, es que a veces cuando estoy sin rumbo por el centro me pongo a seguir culos.
L—¡Que horror!
B—Es como una revelación divina, el destino se me manifiesta a través de los culos.
J—Mirá vos, eh!
B—¡Si!
J—¿Y a donde te llevó ese culo?
L—¡Estoy acá!
B—Crucé. La morocha se paró en un puesto de diarios y yo seguí caminando. Al poco tiempo paso por una librería estrecha y profunda con una selección de libros que parecía de humanidades. Algo me dijo que entrara.
J—¡Esas librerías son las mejores!
B—Definitivamente, y apenas entré vi un tomo del Túnel… Pregunté por el libro que quería y también lo tenían, así que lo compré.
J—¡El culo te llevó a buen puerto entonces!
L—Basta, che…
B—Salí contento abrazando los libros como tesoros. A las pocas cuadras me encuentro junto a la vidriera de un hotel bien caro un par de músicos callejeros. Pero, tenían uno un violín y el otro un violonchelo, ambos eléctricos y de forma exotica. Tocaban muy lindo en verdad. Delante había una mesita en donde se exibían dos pequeñas ediciones de discos. Al cabo de un rato, mientras el violonchelista se las veía con una empleada del hotel que los quería echar, el violinista se me acercó. En un principio había pensado dejarles diez pesos, pero habiendo discos preferí llevarme uno. De vuelta, uno gasta la plata en tantas boludeces que de repente gastarlo en cultura parece lo más razonable. Entonces le pregunto al sujeto…
B—¿Qué diferencia hay entre los dos discos?
V—Los dos cuestan treinta pesos.
B—Sí, pero yo quiero saber la diferencia musicalmente…
V—Bueno, el de la izquierda tiene más canciones, el de la derecha es más elaborado… —Yo pensé un poco.
V—Mirá, a la gente suele gustarle el de la izquierda…
B—Y a mi me gusta Jean-Luc Ponty.
V—¡El de la derecha entonces!
Pagué, dije gracias, ellos siguieron discutiendo con la empleada, luego tocaron más música, y yo me fui a tomar el colectivo.
J—¡Que aventura!
B—Y podría agregar… En la parada del colectivo se me fue uno que por cinco metros no me abrió la puerta. Desee en vos alta que al colectivero le salieran hemorroides… Pero luego caminando en la parada di unos golpecitos al libro y me dije que no tenía que abusar de la suerte. Entonces me di cuenta que siguiente en la fila se encontraba una muchacha bonita y escotada, y me pareció otra señal.
L—¡Nada de señal! Sos un baboso…
B—No entendés nada por que sos una moralista…
L—No lo soy!
B—Da lo mismo. En el colectivo viajó esta muchacha a la cual cedí el paso al subir. Arriba también había un sujeto que me pareció en un momento que estaba cantando canciones en hebréo. Luego cambió la gente que me rodeaba en el colectivo, y yo seguía quieto ahí, abrazando los libros. Fui flanqueado por un par de flacas, una rubia y una castaña. La castaña masticaba chicle y tenía aliento a cigarrillo, y la recuerdo por que a menudo mencionaba a un tal “Benjamin” al que ella llamaba, y llamaba, y no le atendía el teléfono. Tenía que ser otra señal, aunque no sabía sobre qué. Bueno, al fin llegué a casa y me hice un té, y no hay más nada que contar…
L—Quizás una señal de que tenes que atenderme cuando te llamo!
B—…
J—… ¿Y donde anda ese disco que compraste?
B—Te advierto que es muy alegre para nuestro gusto.
L—¡Cualquier cosa es alegre en comparación a lo que escuchan!
J—No importa, de vez en cuando hay que escuchar algo alegre, y si es con violines mejor.
B—¡Jajajaja! … (Y no dejo de acordarme de “el de la derecha”, y reírme por ello)

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2012-03-13

Fragmento Caprichoso 7

Un instante en un vagón de tren


Carlos está parado en un vagón del tren que lo lleva a su trabajo, su silueta es casi tan gris como la silueta de todos los pasajeros. Carlos tiene el pelo corto, pero no por que quiera parecer prolijo, solamente le da lo mismo que el tenerlo largo. Su estatura es promedio, se afeita más por costumbre que por otra cosa, siempre sale de la casa con un teléfono celular, al que no le presta mucha atención ya que pocos tienen su número. Y está ahí, en ese vagón del tren, alguna vez estuvo frente al espejo mirando sus ojeras matutinas, sirviendo una taza de agua caliente para hacerse un té, alguna vez se paseó por la casa en camisa y calzonsillos… Pero ahora está ahí, en el vagón, parado, sujeto a una barra para no caerse ya que le da fiaca flexionar sus rodillas para absorber las aceleraciones de la formación, como un compañero le recomendó en el trabajo. Repito, él esta ahí, y lo repito por que la idea del instante en un punto especifico es importante.


Carlos miraba con la vista ciega por la ventana, no sabía si prestaba atención a las manchas del vidrio o a las borrosas imágenes que pasaban. Cada tanto tenía esa sensación que ahora tenía nuevamente. Su mirada se enfocaba a los objetos que se perdían constantemente de vista por la ventana, en forma de deformes distorsiones visuales. A veces intentaba mantener su enfoque hacia afuera de la ventana, pero prestar atención con su campo visual al entorno de la misma, y la ventana, es decir a una parte del vagón en el que se encontraba. En ese momento se generó su escape, por un lado percibió el movimiento por la ventana, pero por otro una quietud que apenas se mecía en el propio vagón. Él sabía que lo que veía por la ventana no se movía, que era el propio vagón el que se movía, pero visualmente parecía lo contrario. Por esto es que Carlos logró percibir dos realidades, dos espacio-tiempo, las dos juntas y separadas.

C—Parece ser— Pensó Carlos —Que el vagón está quieto, y el mundo se mueve fuera. Hay dos realidades, la realidad del vagón y la realidad de afuera del vagón. Lo inquietante es que yo puedo percibir tanto el vagón en donde estoy como el afuera que se mueve. Para el caso, no importa que sea a la inversa, es cuestión de percepción… Lo sicodélico es que yo estoy en una realidad, que está a su vez en otra realidad. Quizás sea un fenómeno de relatividad de física cuántica. Cuando el tren se va deteniendo en una estación las dos realidades se sincronizan y uno puede pasar de una a la otra. Luego, se separan de vuelta, pero, siempre siguen conectadas…

Esto es tan difícil de explicar, por qué Carlos cuando se desconecta y percibe el mundo de esa manera realmente él se pierde en una realidad a parte a la que lo rodea.

C—Y yo también, soy un vagón. Las personas que están acá conmigo dan por sentado que están en un tren… ¡Ese es el punto, eso es a lo que quiero llegar! Esto no es un tren, esto no es un vagón. No importa lo que es, lo que importa es que percibo una distorsión, una separación. En algún momento hubo una continuidad entre yo y el universo, pero ahora no está. Mi universo termina en las paredes de metal, en la carcaza de esta lata gigante en la que estoy. Y por la ventana puedo ver el resto del universo que está ahora desconectado. Yo sé, es una cuestión de movimiento, pero, se siente diferente. Yo me siento acá adentro, y siento que hay un afuera. Entonces, no estoy en un tren, estoy dentro de una realidad separada de otra realidad. Y es claro que cada persona acá presente tiene su propia realidad, pero me pregunto si en alguna ocasión se han percatado de esta misma experiencia que siento yo ahora…

La silla fijada al suelo con una manija para sujetarse, un respaldo y asiento acolchonados pero apelmazados por el constante uso. Una señora robusta sentada sobre el asiento, no importa como estaba vestida, solo importa decir que a ella no le importaba tampoco… ¿Estaba hablando de una silla de vagón de tren?

C—¿Eso es una silla de vagón de tren? — Obviamente eso era una silla de tren… Carlos lo sabía, pero miraba la silla ciegamente, como se mira a un vidrio de una ventana cuando en realidad se está mirando el paisaje. Él si bien sabía que era una silla y eso era innegable, no veía una silla, veía algo, un objeto o ni siquiera eso, veía materia, algo que podría explicar científicamente como una gran aglomeración de átomos… En un momento imaginó haber cortado la silla con la mente, y ver como se veía por dentro, y luego tratar de imaginar como se vería la silla si fuese vista toda de la misma manera en que se veía en donde estaba cortada… Algo difícil en vedad, Carlos no pudo hacerlo, pero seguía esa sensación de que eso que veía era una silla solo por qué él sabía que lo era. Se sintió tentado de preguntarle a otros pasajeros qué era lo que veían cuando miraban eso que se suponía era una silla. Luego, a la vez que esa idea le causaba cierta incomodidad, se dio cuenta de que esas personas que lo acompañaban en la realidad planteada como vagón de tren, ellas eran personas por que él sabía que eran personas… —¿Estoy loco?

Cada persona era un objeto, como las sillas fijadas al suelo, como el vagón en donde todos estaban, como las cosas borrosas que pasaban por la ventana, como la ropa que Carlos llevaba puesta, como el mismo Carlos…

C—Sí, todas las personas que están acá conmigo son molecularmente más o menos lo mismo que yo, y que todo lo que nos rodea, y probablemente, muy probablemente, no piensen esto que estoy pensando yo ahora. Apuesto a que ninguna de estas personas, ni el hombre a mi derecha, con portafolio y corbata, ni la mujer a mi derecha, con una remera tan corta que se ve más que su ombligo, y mucho menos la señora sentada a la cual no le importa como está vestida. A ninguna de estas personas se les ha ocurrido, probablemente, y no están pensando ahora, que somos solo átomos particularmente ordenados, rodeados de más átomos, y más átomos, y todos los átomos moviéndose de alguna manera en relación a otros átomos. Todas estas personas tienen convicción de que son personas, y que están en un vagón de tren. Yo no. Yo veo átomos… ¡Pero cada uno tiene una perspectiva diferente! ¿En donde estarán esas perspectivas? ¿Cómo se dará la conexión en entre cada perspectiva y la aglomeración de átomos definible como “persona”? — Carlos pensó un poco. —Pero, no hay vacío entre mi y las personas, entre mi y la ventana y las sillas. Estamos rodeados de aire, y también son átomos. Entonces, no somos objetos, somos partes de una incalculablemente grande aglomeración de átomos, que se modifica a si misma constantemente. Entonces, la variedad… La variedad la define el movimiento y las inercias…

Carlos tuvo una revelación sublime, una idea que amó y que le produjo un terror sombrío a la vez. Su vida no importaba, y no importaba por que no existía. Nada existía tal cual se lo imaginaba, y la forma que tenía todo era una fantasía parcialmente compartida por las personas que interactuaban. Lo que él sabía que era la realidad era solo un acuerdo social. No habían personas y vagones de tren, ni paisaje detrás de una ventana. Solo fenómenos, y él mismo era un fenómeno… ¿Qué era él?

C—¿Qué soy yo? … Si todo está compuesto de fenómenos. ¡Pero todo está compuesto de fenómenos en cuanto yo los percibo! Entonces… Lo fenoménico es mi capacidad de percepción… — Carlos recordó un ensayo sobre una hipótesis loca sobre la cuarta dimensión, algo que un sujeto con mucho tiempo libre pensó y publicó en algún lado. Decía que la cuarta dimensión era la percepción, ya que todo se alteraba por esta, incluyendo el tiempo… —Ese hombre no llegó a la esencia del problema, en verdad solo existe una dimensión, la atención, el enfoque de la consciencia. Todo lo demás es una farsa. Y puede ser que las personas seamos lo suficientemente parecidas como para crearnos una farsa similar… ¿Pero será tan parecida la farsa en la consciencia de cada uno con todas las demás?

El tren comenzó a bajar nuevamente la velocidad, estaba llegando a la terminal de tren y eso se notaba ya que todos los pasajeros se amontonaban junto a la puerta y fuera, en el anden, más gente se amontonaba. En breve, al abrirse las puertas, dos grupos de gente, la de adentro y la de afuera, habrían de empujarse para salir y entrar respectivamente. Sin pensar, sin preguntar, sin comparar su comportamiento con el ideal de civilización que en otro momento se jactarían de representar…

C—¿Y como sé yo que los demás tienen esas dimensiones? Solo hablando, puedo especular que si dicen ciertas cosas, y tienen ciertas opiniones, es por qué seguramente tienen una consciencia y un enfoque…

Como la homeostasis celular, un vagón de tren realiza un intercambio natural de pasajeros nuevos por pasajeros que ya no sirven. Un vagón en una célula de un organismo mayor denominado “formación de tren”. Pues bien, ya estaban dentro los pasajeros que se irían a sus casas y estaban fuera y caminando rápido los que iban al trabajo. Y Carlos parecía demorado, de pronto advirtió que delante de él no había ya una señora robusta a la que no le importaba su ropa sino un joven con rastras y un bolso tejido al costado, y estaba comiendo un pancho con una mezcla de aderezos. Se dio cuenta de que era conveniente salir del tren antes de que inicie el recorrido a la inversa. Y salió, y siguió los movimientos acostumbrados rutinariamente, casi como una programación.

C—Y ahora estoy repitiendo lo de todos los días… Pero como pensaba. ¿Qué me asegura que casa persona tenga un enfoque? Solo yo lo doy por sentado, y supongo que son parecidas a mi. ¡Pero no tengo razón para aseverarlo! No sé… No sé nada de nada. No sé como es el universo en verdad, solo sé lo que quiero saber, y construyo lo que quiero construir con lo que percibo, y lo que percibo es… ¡No es la verdad!

C—¿¡Cual es la verdad!? — Esto último Carlos lo dijo en vos alta deteniéndose. La gente lo miró, era extraño, él se dio cuenta de que lo miraban. —Ustedes, o no tienen idea de lo extraño que es el universo, o simplemente no existen y los estoy inventando ahora mismo, jajajaja! — La gente pensaba lo que usted, lector, debe suponer que ellos pensaban, que Carlos estaba loco… Pero las opiniones ajenas para Carlos ya no importaban, por que talvez, solo talvez, las opiniones no existían.

Carlos avanzó por el anden, riendo leve y orgullosamente, atravesando a los objetos que él llamaba gente, y mirando todo como una aglomeración de átomos. El vagón de tren en el que estuvo se estaba yendo ya, dentro se separaba otra realidad…

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2012-03-02

Fragmento Caprichoso 6

Fundiendo el Contraste


Crujió la puerta. La casa era oscura y vieja, llena de recovecos, hecha de madera desde abajo hacia arriba. El eco del crujido resonó por todas partes hasta la biblioteca, en donde Martín leía un libro de Nietzsche que ya había leído muchas veces, solo ayudado por una lámpara de campana verde. Su mirada se proyectó a un pasillo negro de tinieblas, sus ojos penetrantes y sombríos se sumergieron en la falta de luz, hurgando. Pasos, sonidos conocidos por Martín, y el piso de madera también crujía acompañándolos. Martín regresó a su lectura y una silueta delicada de aireado vestido entró. Una mujer fresca, vivas, delicada, de cabellos rubios oscuros y ojos brillantes. La piel clara y tersa femenina contrastaba con la penumbra de la habitación, y su vestido amarillo y naranja también lo hacía, estaba descalza. Martín vestía un pantalón de corderoy marrón y unos mocasines muy gastados, una camisa marrón arrugada y algo abierta. Sus cabellos negros casi se confundían con lo oscuro, y su rostro se completaba con un poco de barba en su mentón. Él sonrió, ella ya estaba sonriendo y traía una bandeja de madera con una tetera, unas tazas y un plato con galletas caseras.

F—¿Siempre inmerso en la oscuridad?

M—Me siento más yo mismo en la oscuridad, soy una criatura de la noche…

F—¡Qué misterioso, Martín! ¡Jajajajaja!

Fabiana tenía una seguridad en si misma que era inusitada, caminaba descalza por la oscuridad de esa lúgubre casa y su presencia enternecía los fantasmas. Martín, que estaba tan acostumbrado a la negrura, no dejaba de maravillarse por ese encanto etéreo que la mujer producía. Hacía ya dos años que Fabiana se había mudado a la casa de Martín, hacía ya veinte años que él vivía solo en ese lugar, sin casi desear salir al exterior, sin casi necesitarlo.

Fabiana se sentó en un sillón del otro lado de la mesita redonda que sostenía la lámpara que le permitía a Martín leer. Apoyó la bandeja en la mesita y sirvió dos tazas de té.

F—Comete una galleta, las hice para vos… — Martín dejó reposar su libro sobre una de sus piernas, las cuales estaban cruzadas, dejando el dedo pulgar de separador. Miró a Fabiana, casi desconectada de la atmosfera en la que él deliberadamente se había metido, tomaba sorbitos de té caliente y luego dejaba la taza de vuelta en la bandeja. Martín tomó una galleta y la mordió.

M—Están muy ricas mi cielo… — Luego bebió un poco de te, y tras mirarla y sonreírle con ternura, se entregó nuevamente a la lectura.

Fabiana se reclinó en el sillón y respiró profundo, pensó en algo, y sus pensamientos eran como corrientes marinas que se movían en círculos, y sus ojos se percataban de detalles en la biblioteca, libros desparejos de color contrastante, pequeños objetos, y cada tanto la mirada iba más allá de las paredes… Ella se sentía inquieta, un chispa que no encendía.

F—¿Te molesta si pongo algo de música?

M—No, Fabi, pone música. Solo, no pongas nada muy fuerte, si?

F—Está bien mi vida… ¿Y te molesta si abro las ventanas de la biblioteca? — “Soy una criatura de la noche”, pensó Martín, se sintió frustrado por que sabía que habría de contestar que no le molestaba… Y en verdad no le molestaba, pero él se había esmerado en crear un clima apropiado para esa lectura, y ese clima ya había desaparecido.

M—Andá y poné música, yo abro las ventanas…

F—¡Bueno! — Fabiana sonrió contenta, como una niña chiquita, y se levantó apresurada a la sala en donde había una radio vieja y un tocadisco. También había un equipo de música moderno… Ella buscó entre los discos viejos unos que le gustaban, eran unos temas para bailar de los años cincuenta.

El hombre en la oscuridad de la biblioteca puso el separador de hojas en el libro y lo dejó junto a las tazas de té. Se paró con las manos en los bolsillos y respiró lentamente, miró las ventanas con resignación. Se acercó y las abrió una por una, eran de esas ventanas fragmentadas, con puertas de madera del lado de afuera, las primeras abrían para adentro y las segundas al contrario. Apenas se abrió una ventana la luz invadió la habitación. Millones de patitas flotaban en el aire, es decir, esas cositas que se pueden ver flotando cuando se observa por la madrugada un rayo de luz. La biblioteca era otra biblioteca. La música empezó a sonar en la sala, movida pero retro, no precisamente del estilo de Martín pero al menos no era esa clase de música moderna y bruta que él detestaba. La lámpara que antes le permitía leer ahora parecía tan impotente, débil e inútil, Martín la apagó más como un acto de misericordia hacia ella… Miró entonces la bandeja con el té y el libro, y se preguntó si podría seguir leyéndolo del mismo modo, así, tan lleno de luz. Las patitas lo rodeaban, parecía como sumergido en algo, y Fabiana entró sigilosa por detrás contemplándolo. Ella caminaba despacio y sin producir sonido, ya sabía cuales eran las maderas del piso que hacían ruido y cuales no, y evitaba las primeras con habilidad. Él estaba dubitativo, no sabía si regresar a su sillón o guardar el libro en la estantería y abandonarlo. Fabiana se puso un poco seria…

F—Luego seguís leyendo, hay tiempo de sobra… ¡Ahora bailemos! — Rápidamente tomó a Martín en sus brazos y lo hizo moverse acompañando la melodía. Él estaba confundido, como siempre lo estaba cuando ella tenía esos impulsos de vitalidad. Pero de todos modos, bailaron o mas bien se movieron alegremente siguiendo esa canción.

Y en la mesa el libro junto al té, que habría de ser leído luego, que habría de ser bebido luego. Y en otras partes de la casa aun habían rincones oscuros, pero ya no habían fantasmas…

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