Perdurabilidad...
Señora guitarra, señora botella vacía de emisión limitada, señor teclado mecánico DIMM, señor saquito de cuando yo era bebé, buenos días, en este día, tan rutinario, y uno más en la cuenta de caducasión desconocida hasta el día de mi muerte! Hoy los saludo a todos, y en especial a tí, jarra con la letra “A” de una persona muerta y en donde bebo mi café, gracias señora cafetera negra también... ¡Gracias a todos por este día! ¿Para qué organismos multicelulares parlantes, con tanta “cosa” personificable útil e inútil?
Puntos suspensivos...
...Hoy ya es mañana...
Hoy no quiero saludar a nadie, ni siquiera a la señora camisa blanca a cuadros.
Ya no quiero personificar objetos, ni personificar personas tampoco, ni personificarme a mi mismo. Quiero que se desmorone el concepto de persona. ¡Quiero que se desmoronen estas palabras! Si estás viendo que los caracteres se caen de la pantalla y se desquebrajan al chocar con el teclado, pues, me alegro por ti...
En sí, la cuestión es que me muero, como todos nos morimos, y no pienso en que valga la pena que queda nada de mi, y me refiero a esa estúpida falacia de continuidad en la descendencia. No tiene el más mínimo sentido el conservar cosas, nada, nada de nada. ¡Nada de nada! No quiero saludar ni a aquellas personificaciones proyectadas a propio gusto, tengo suficiente con el espejo del botiquín, lo juro!
¿Quienes son ustedes, qué quieren? ¿Qué hacen aquí? Estoy seguro que se han equivocado de lugar pero bueno, no voy a detenerme a ofrecerles algo qué tomar, hagan lo que quieran y yo seguiré en lo mío.
¿O eran fantasmas, o ilusiones, o cosas que vienen de esa canción? No me importa. Decía que no quiero más nada de nada con nada. Por qué nada importa realmente, es decir que apenas tengo algo de apego a mi identidad y mi ser, y nada más, y no hay nada luego de ello. Esta canción sí me provoca ideas, carajo!
¿Siguen acá? Sepan que no estoy programando nada, no hay argumento, yo no tengo argumento.
Había pensado en dibujarme un tercer ojo en la frente, una vez hice algo parecido, pero decidí por escribirme “Hola!”, así no tengo que hablar al encontrarme con alguien.
Joaquín Armental
Escrito el 21 de Junio del 2014 en mi casa, rodeado de objetos y gente, programado para ser publicado dentro de diez años.
Dos puntos y paréntesis.
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Campo Violeta
Las bitácoras de Jora...
“Recuerden que un blog es como una amorfa masa biomecanoide llena de cilicios y falanges qué alegremente se alimenta de vuestros comentarios!”
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2024-06-21
2019-11-07
Jaula de Perros
Hoy es segundo sábado del mes, y como todos los segundos sábados del mes es el día de la “Jaula de Perros”. No recuerdo si alguna vez he venido ansioso a este espectáculo, siempre vengo por tradición, porque todos vienen, porque no hay nada que hacer los sábados. Escucho los megáfonos como siempre. —Hoy tenemos cuatro delincuentes, el primero de poca monta, un ladrón de carteras agarrado tratando de escapar del pueblo. Dos delincuentes violentos, uno que robó una moto y otro que asaltó a una pobre señora con un arma de fuego. Y para el final, un instructor de natación de aquí del pueblo, un pederasta. ¡Y no les digo más, que empiecen las ejecuciones!— Las masas aplauden y gritan mientras tambalean los tablones, yo me paseo tras las tribunas y ya puedo sentir los atrayentes aromas de chorizo y bondiola en la parrilla. Junto a mi pasa un conocido del barrio con una cerveza y me saluda sonriente inclinando la cabeza, le contesto la cortesía. Podría tomarme una cerveza y comer algo de la parrilla.
Los megáfonos ya habían anunciado al primer condenado, pispeo entre las piernas de algunos espectadores. Veo la jaula oxidada y la silueta del ladrón de carteras desesperado. Se siente en el aire la desesperación del condenado que sabe que va a morir y de los reunidos para ver el espectáculo.
—Hola, sí…
—Hola señor. Toda la carne está buena, como siempre. ¿Qué gusta?
—¿El chori ya está cocido?
—Bien cocido, o jugoso, como usted prefiera.
—Cocido por favor.
—¿Le pone algo al chori?
—Eh… Sí, criolla.
—Marche un chori con criolla para el señor!
Era sorprendente como esta carnicería nos habría más el apetito. Ya hace unos minutos que habían traído a los primeros perros, ladraban eufóricos, y el ladronzuelo gritaba y suplicaba por su vida. Ahora ya los tiene encima, ahora grita en serio, grita con toda su fuerza tratando de aferrarse a algo. No tiene más esperanza que ser comido rápido. Pero nunca es posible. Todos los condenados tienen un collar metálico parecido a esos que les ponen a los que se lesionan el cuello. La finalidad es que los perros no muerdan el cuello para que tarden más tiempo en matar al infeliz. Estos perros están entrenados, ya saben que su presa no se va a escapar a ningún lado así que no se preocupan por matar a la presa. En todo caso se apuran a comer cuanto pueden antes que lo haga otro de los perros. Y no, generalmente los condenados no son atados ni nada, no es necesario, no pueden “pelear” contra las fieras.
—¡Qué espectáculo, señoras y señores! ¿Pueden creerlo, como gritaba? A ver si algún otro infeliz se atreve a andar robando carteras en nuestro pueblo. El que las hace las paga, y si uno no anda en nada raro… ¡Puede disfrutar el espectáculo! Y recuerden que parte de lo recaudado será donado al comedor comunitario de los niños huérfanos Santa María de la Misericordia— Todos aplauden nuevamente. No les importa mucho el tema de la donación, aunque las señoras en las verdulerías siempre comentan lo bien que hace ese dinero a los pobres niños, algunos se quedaron sin padres porque fueron arrojados a la jaula de los perros y ellos no tienen la culpa de los errores de sus progenitores. “¡Alguien tenía que hacer algo por ellos, santo Dios!” Y los señores en la noche del sábado comentarán como gritaba tal, como pataleaba cual, cuanto duró uno y lo necesario de ser tan duro con la ley. Porque “desde que implementamos la Jaula de Perros en el pueblo los delitos y crímenes bajaron considerablemente”.
Me acerco a la baranda que nos separa prudentemente de la jaula. Oficialmente es para seguridad. Ahí está el segundo infeliz, el que se quiso robar una moto, como una humorada le ataron los tobillos a una pesada rueda lo cual causa muchas rizas. El sujeto está horrorizado, su rostro es el de un cachorro mojado y asustado bajo una tormenta, mira a su alrededor sin saber qué mierda es lo que busca.
—¿Podrá escapar de los perros sin el resto del vehículo?— Todos ríen, el chiste es malísimo como todos los chistes que hace el relator. Algunas veces me dan ganas de darle una patada y tirarlo a la jaula por ser tan boludo, pero eso estaría mal, sería un crimen… Igualmente todos se ríen alocadamente, se ríen del infeliz atado a la rueda, obviamente. Entonces se escuchan los ladridos, se abre la compuerta y se le arrojan encima unos cuantos perros delgados, parecen cruzas con galgos. El ladrón grita, ya es devorado, los espectadores aplauden y vitorean. Veo su rostro agonizando recorriendo nuevamente, quizás desea que algún alma bondadosa le pegue un tiro de gracia. ¡Claro que no! ¿Privarnos del espectáculo? Un poco me saca las ganas de comer. No digo que no esté acostumbrado a estas cosas, desde que era joven que vengo, veo y escucho las ejecuciones, como algo de la parrilla, me voy a casa, charlo con los vecinos, veo un partido, a veces voy a misa.
Una vez que vuelven a sus perreras a las bestias y retiran el cadáver un par de empleados acondicionan un poco el lugar. Juntan los huesos y tripas, no vaya a ser que los próximos perros se entretengan comiendo otra cosa que no sea el condenado de turno. Retiran algún utensilio de tortura según las elocuentes ocurrencias de los organizadores. Como eso de atar al ladrón de moto a una rueda. ¿Cómo no se le ocurrieron colgarle un costal con adoquines al ladrón de carteras?... Creo que eso lo hicieron varias veces y ya perdió la gracia. Pero ahora reparo en algo que antes no había hecho, en los empleados que acondicionan la jaula. ¡Sería una desgracia que algún pelotudo abriese por error alguna perrera y se suelten unos hambrientos animales sobre los inocentes empleados! Estar limpiando la jaula es lo más cerca que un ciudadano honrado puede estar de la carnicería. Se me viene a la mente esa superstición de no pasar bajo las escaleras que a su vez proviene de las escaleras del patíbulo, de los ahorcamientos y decapitaciones, y estar bajo la escalera era lo más cerca de estar a la condena a la muerte.
—¿Pueden creer que alguien sea tan animal como para apuntar con un arma de fuego a una honrada ciudadana? ¡A una señora mayor!— La señora no es tan mayor, todavía no llega a los cincuenta, la he cruzado un par de veces en la despensa y hasta la he escuchado hablar de lo terrible que fue el asalto y lo justo y bien merecido que tenía ese malviviente que iba a ser seguramente enviado a La Jaula. Lo gracioso es que la señora debe de haberse molestado porque el locutor la llamase “señora mayor”, es una de esas señoras “coquetas” como dicen… Recuerdo que al principio solo se enviaban a La Jaula a asesinos y diversos criminales, nunca a un ladrón de carteras. Pero ya hay menos crímenes mayores, así que hay que ser menos indulgente para mantener el espectáculo.
Me había sentado en un rinconcito de tablón que encontré libre para comerme mi chori. Ahí en la jaula ya está el tercer condenado del día, el asaltante de señoras, el cruel malviviente, con los tobillos atados y la mirada desesperada. Grita por piedad, que ya aprendió la lección, que tiene familia, que no quiere morir, llora. Se abre la jaula y entran unos rotwailers que se tiran encima con saña. Mientras el infeliz grita desesperado los perros revolean sus hocicos con furia arrancando pedazos de carne. En algunas ocasiones saltan salpicaduras de sangre a la tribuna que ovaciona.
—Yo tengo uno de esos perros, digo, de esa raza— Me comenta un vecino sentado junto a mi —Al principio mi esposa estaba procupada ¿Viste cómo son las mujeres? Pero ahora todos nos sentimos más seguros, el perro nos cuida la casa de lo más bien.
—¿Nunca pensaste que para los perros no hay “criminales” e “inocentes”? Solo almuerzos con poder sobre ellos, y almuerzos caídos en desgracia.
—¡Jajaja! ¡Qué ocurrente que sos!
—Más que el locutor seguro…
—Sí, bueno, eso no sería difícil.
No, él no entiende o no quiere entender lo que digo. Para los perros todos somos potenciales comidas solo que unos están adentro y otros afuera de la jaula. Y los que están adentro perdieron la protección de los que están afuera. —Uy, le soltaron la mano a ese boludo, a comer muchachos! — Así me imagino a los animales antes de entrar a la jaula. Y la verdad es que cada vez al paso que vamos, cualquiera de nosotros podría estar ahí dentro. Se van acabando los criminales, van con los asaltantes, se acaban los asaltantes pues van con los ladronzuelos, cuando no hayan tantos ladronzuelos van a ir por los que estacionan en una esquina o los que dan mal un vuelto…
—¡Una barbaridad señoras y señores! ¡Pero mayor barbaridad es meterse con una señora! Y parece que los perros han comido bien… Pero mientras que los empleados limpian y acondicionan la jaula, prepárense. El próximo condenado no es cualquier condenado, es un monstruo, de esos monstruos que se esconden entre nosotros esperando atacar a los más vulnerables. ¡A nuestros niños! Se me para el corazón de pensarlo. — Las tribunas silban indignadas —Sí, exacto. En minutos el violador serial de niños tendrá su merecido. ¡Y de una manera especial como se merece! — Gritos y aplausos —Y mientras esperan aprovechen para ir al baño, comprarse algo en la parrilla, el espectáculo empezará en breve.
No malentiendan, un pederasta es un pederasta… Pero mientras que ahí dentro de la jaula los rostros se vuelven humanos por la desesperación, acá afuera los nuestros se vuelven monstruosos por el hambre de sangre. ¿Somos tan diferentes? Somos cientos de cómplices de una carnicería humana y lo único que nos exonera es un formalismo legal.
—¡Qué monstruo ese sujeto! ¿Verdad? ¿No te desespera? — Me dice mi vecino, y luego apura unos tragos de cerveza. —Y pensar que mi sobrinito iba a la misma pileta donde enseña ese maldito… ¡Dios! Bien merecido se tiene el castigo.
—Por suerte tenemos La Jaula que separa a los infames de la gente honrada.
—¿Cómo? … ¡Sí, sí, eso mismo, claro que sí! — Me palmea cómplice el hombro y sigue bebiendo.
En la jaula va entrando un raro armatoste. Pusieron al abusador en un armazón metálico que le mantiene abiertas las piernas, un verdugo levanta una tela que le cubre entre las piernas. Para el deleite general a éste lo amordazaron sin ropas. Aparece otro verdugo con un pequeño perrito chihuahua llevado por un palo. El perrito está furibundo, juraría que rabioso, parece una piraña con patas. Ya todos sabemos lo que va a pasar.
—¡Ojo por ojo, diente por diente! ¡Ya podemos imaginarnos lo que le espera a este violador! — El elocuente locutor como siempre…
El abusador implora piedad y grita que es un mal entendido. Pero no, tuvo tiempo de sobra para pensar en lo que iba a hacer, ahora ya es tarde. Ahora es carne de perro, o de perrito más bien. Los ladridos estridentes del chihuahua ya se ahogan en la sangre y en la carne del condenado, él por su parte grita desesperado desgarrando sus cuerdas vocales.
—¡Como está está ese perrito lleno de odio! ¡Y no es para menos, con ese monstruo abusador en la jaula!
Definitivamente el chihuahua está rabioso, un animalito así de chiquito ya se habría llenado, ahora está despedazando con furia descontrolada nomás. La multitud se entremezcla entre rizas, gritos eufóricos, insultos y silencios expectantes. ¿Realmente nos diferenciamos tanto? ¿Cuál es el punto de inflexión, un abuso infantil, un asalto, robarse un bolso? Estamos tan seguros de ser derechos y humanos de este lado de la jaula, comiendo y bebiendo y disfrutando del espectáculo. Necesitamos odiar con fuerza a los condenados, despreciarlos, para sentirnos limpios y merecedores del espectáculo y la libertad. Necesitamos estar convencidos de que la malicia es la naturaleza de algunos, y la corrección la nuestra.
—¡Tremendo, vecino! ¿Verdad?
—Una carnicería despiadada para el placer de animales…
—Sí, animales, animales comiendo a otros animales, tú lo has dicho. ¿Sabés? Cada vez que termina el espectáculo me siento más tranquilo, como que hay una justicia que pone las cosas en orden…
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Los megáfonos ya habían anunciado al primer condenado, pispeo entre las piernas de algunos espectadores. Veo la jaula oxidada y la silueta del ladrón de carteras desesperado. Se siente en el aire la desesperación del condenado que sabe que va a morir y de los reunidos para ver el espectáculo.
—Hola, sí…
—Hola señor. Toda la carne está buena, como siempre. ¿Qué gusta?
—¿El chori ya está cocido?
—Bien cocido, o jugoso, como usted prefiera.
—Cocido por favor.
—¿Le pone algo al chori?
—Eh… Sí, criolla.
—Marche un chori con criolla para el señor!
Era sorprendente como esta carnicería nos habría más el apetito. Ya hace unos minutos que habían traído a los primeros perros, ladraban eufóricos, y el ladronzuelo gritaba y suplicaba por su vida. Ahora ya los tiene encima, ahora grita en serio, grita con toda su fuerza tratando de aferrarse a algo. No tiene más esperanza que ser comido rápido. Pero nunca es posible. Todos los condenados tienen un collar metálico parecido a esos que les ponen a los que se lesionan el cuello. La finalidad es que los perros no muerdan el cuello para que tarden más tiempo en matar al infeliz. Estos perros están entrenados, ya saben que su presa no se va a escapar a ningún lado así que no se preocupan por matar a la presa. En todo caso se apuran a comer cuanto pueden antes que lo haga otro de los perros. Y no, generalmente los condenados no son atados ni nada, no es necesario, no pueden “pelear” contra las fieras.
—¡Qué espectáculo, señoras y señores! ¿Pueden creerlo, como gritaba? A ver si algún otro infeliz se atreve a andar robando carteras en nuestro pueblo. El que las hace las paga, y si uno no anda en nada raro… ¡Puede disfrutar el espectáculo! Y recuerden que parte de lo recaudado será donado al comedor comunitario de los niños huérfanos Santa María de la Misericordia— Todos aplauden nuevamente. No les importa mucho el tema de la donación, aunque las señoras en las verdulerías siempre comentan lo bien que hace ese dinero a los pobres niños, algunos se quedaron sin padres porque fueron arrojados a la jaula de los perros y ellos no tienen la culpa de los errores de sus progenitores. “¡Alguien tenía que hacer algo por ellos, santo Dios!” Y los señores en la noche del sábado comentarán como gritaba tal, como pataleaba cual, cuanto duró uno y lo necesario de ser tan duro con la ley. Porque “desde que implementamos la Jaula de Perros en el pueblo los delitos y crímenes bajaron considerablemente”.
Me acerco a la baranda que nos separa prudentemente de la jaula. Oficialmente es para seguridad. Ahí está el segundo infeliz, el que se quiso robar una moto, como una humorada le ataron los tobillos a una pesada rueda lo cual causa muchas rizas. El sujeto está horrorizado, su rostro es el de un cachorro mojado y asustado bajo una tormenta, mira a su alrededor sin saber qué mierda es lo que busca.
—¿Podrá escapar de los perros sin el resto del vehículo?— Todos ríen, el chiste es malísimo como todos los chistes que hace el relator. Algunas veces me dan ganas de darle una patada y tirarlo a la jaula por ser tan boludo, pero eso estaría mal, sería un crimen… Igualmente todos se ríen alocadamente, se ríen del infeliz atado a la rueda, obviamente. Entonces se escuchan los ladridos, se abre la compuerta y se le arrojan encima unos cuantos perros delgados, parecen cruzas con galgos. El ladrón grita, ya es devorado, los espectadores aplauden y vitorean. Veo su rostro agonizando recorriendo nuevamente, quizás desea que algún alma bondadosa le pegue un tiro de gracia. ¡Claro que no! ¿Privarnos del espectáculo? Un poco me saca las ganas de comer. No digo que no esté acostumbrado a estas cosas, desde que era joven que vengo, veo y escucho las ejecuciones, como algo de la parrilla, me voy a casa, charlo con los vecinos, veo un partido, a veces voy a misa.
Una vez que vuelven a sus perreras a las bestias y retiran el cadáver un par de empleados acondicionan un poco el lugar. Juntan los huesos y tripas, no vaya a ser que los próximos perros se entretengan comiendo otra cosa que no sea el condenado de turno. Retiran algún utensilio de tortura según las elocuentes ocurrencias de los organizadores. Como eso de atar al ladrón de moto a una rueda. ¿Cómo no se le ocurrieron colgarle un costal con adoquines al ladrón de carteras?... Creo que eso lo hicieron varias veces y ya perdió la gracia. Pero ahora reparo en algo que antes no había hecho, en los empleados que acondicionan la jaula. ¡Sería una desgracia que algún pelotudo abriese por error alguna perrera y se suelten unos hambrientos animales sobre los inocentes empleados! Estar limpiando la jaula es lo más cerca que un ciudadano honrado puede estar de la carnicería. Se me viene a la mente esa superstición de no pasar bajo las escaleras que a su vez proviene de las escaleras del patíbulo, de los ahorcamientos y decapitaciones, y estar bajo la escalera era lo más cerca de estar a la condena a la muerte.
—¿Pueden creer que alguien sea tan animal como para apuntar con un arma de fuego a una honrada ciudadana? ¡A una señora mayor!— La señora no es tan mayor, todavía no llega a los cincuenta, la he cruzado un par de veces en la despensa y hasta la he escuchado hablar de lo terrible que fue el asalto y lo justo y bien merecido que tenía ese malviviente que iba a ser seguramente enviado a La Jaula. Lo gracioso es que la señora debe de haberse molestado porque el locutor la llamase “señora mayor”, es una de esas señoras “coquetas” como dicen… Recuerdo que al principio solo se enviaban a La Jaula a asesinos y diversos criminales, nunca a un ladrón de carteras. Pero ya hay menos crímenes mayores, así que hay que ser menos indulgente para mantener el espectáculo.
Me había sentado en un rinconcito de tablón que encontré libre para comerme mi chori. Ahí en la jaula ya está el tercer condenado del día, el asaltante de señoras, el cruel malviviente, con los tobillos atados y la mirada desesperada. Grita por piedad, que ya aprendió la lección, que tiene familia, que no quiere morir, llora. Se abre la jaula y entran unos rotwailers que se tiran encima con saña. Mientras el infeliz grita desesperado los perros revolean sus hocicos con furia arrancando pedazos de carne. En algunas ocasiones saltan salpicaduras de sangre a la tribuna que ovaciona.
—Yo tengo uno de esos perros, digo, de esa raza— Me comenta un vecino sentado junto a mi —Al principio mi esposa estaba procupada ¿Viste cómo son las mujeres? Pero ahora todos nos sentimos más seguros, el perro nos cuida la casa de lo más bien.
—¿Nunca pensaste que para los perros no hay “criminales” e “inocentes”? Solo almuerzos con poder sobre ellos, y almuerzos caídos en desgracia.
—¡Jajaja! ¡Qué ocurrente que sos!
—Más que el locutor seguro…
—Sí, bueno, eso no sería difícil.
No, él no entiende o no quiere entender lo que digo. Para los perros todos somos potenciales comidas solo que unos están adentro y otros afuera de la jaula. Y los que están adentro perdieron la protección de los que están afuera. —Uy, le soltaron la mano a ese boludo, a comer muchachos! — Así me imagino a los animales antes de entrar a la jaula. Y la verdad es que cada vez al paso que vamos, cualquiera de nosotros podría estar ahí dentro. Se van acabando los criminales, van con los asaltantes, se acaban los asaltantes pues van con los ladronzuelos, cuando no hayan tantos ladronzuelos van a ir por los que estacionan en una esquina o los que dan mal un vuelto…
—¡Una barbaridad señoras y señores! ¡Pero mayor barbaridad es meterse con una señora! Y parece que los perros han comido bien… Pero mientras que los empleados limpian y acondicionan la jaula, prepárense. El próximo condenado no es cualquier condenado, es un monstruo, de esos monstruos que se esconden entre nosotros esperando atacar a los más vulnerables. ¡A nuestros niños! Se me para el corazón de pensarlo. — Las tribunas silban indignadas —Sí, exacto. En minutos el violador serial de niños tendrá su merecido. ¡Y de una manera especial como se merece! — Gritos y aplausos —Y mientras esperan aprovechen para ir al baño, comprarse algo en la parrilla, el espectáculo empezará en breve.
No malentiendan, un pederasta es un pederasta… Pero mientras que ahí dentro de la jaula los rostros se vuelven humanos por la desesperación, acá afuera los nuestros se vuelven monstruosos por el hambre de sangre. ¿Somos tan diferentes? Somos cientos de cómplices de una carnicería humana y lo único que nos exonera es un formalismo legal.
—¡Qué monstruo ese sujeto! ¿Verdad? ¿No te desespera? — Me dice mi vecino, y luego apura unos tragos de cerveza. —Y pensar que mi sobrinito iba a la misma pileta donde enseña ese maldito… ¡Dios! Bien merecido se tiene el castigo.
—Por suerte tenemos La Jaula que separa a los infames de la gente honrada.
—¿Cómo? … ¡Sí, sí, eso mismo, claro que sí! — Me palmea cómplice el hombro y sigue bebiendo.
En la jaula va entrando un raro armatoste. Pusieron al abusador en un armazón metálico que le mantiene abiertas las piernas, un verdugo levanta una tela que le cubre entre las piernas. Para el deleite general a éste lo amordazaron sin ropas. Aparece otro verdugo con un pequeño perrito chihuahua llevado por un palo. El perrito está furibundo, juraría que rabioso, parece una piraña con patas. Ya todos sabemos lo que va a pasar.
—¡Ojo por ojo, diente por diente! ¡Ya podemos imaginarnos lo que le espera a este violador! — El elocuente locutor como siempre…
El abusador implora piedad y grita que es un mal entendido. Pero no, tuvo tiempo de sobra para pensar en lo que iba a hacer, ahora ya es tarde. Ahora es carne de perro, o de perrito más bien. Los ladridos estridentes del chihuahua ya se ahogan en la sangre y en la carne del condenado, él por su parte grita desesperado desgarrando sus cuerdas vocales.
—¡Como está está ese perrito lleno de odio! ¡Y no es para menos, con ese monstruo abusador en la jaula!
Definitivamente el chihuahua está rabioso, un animalito así de chiquito ya se habría llenado, ahora está despedazando con furia descontrolada nomás. La multitud se entremezcla entre rizas, gritos eufóricos, insultos y silencios expectantes. ¿Realmente nos diferenciamos tanto? ¿Cuál es el punto de inflexión, un abuso infantil, un asalto, robarse un bolso? Estamos tan seguros de ser derechos y humanos de este lado de la jaula, comiendo y bebiendo y disfrutando del espectáculo. Necesitamos odiar con fuerza a los condenados, despreciarlos, para sentirnos limpios y merecedores del espectáculo y la libertad. Necesitamos estar convencidos de que la malicia es la naturaleza de algunos, y la corrección la nuestra.
—¡Tremendo, vecino! ¿Verdad?
—Una carnicería despiadada para el placer de animales…
—Sí, animales, animales comiendo a otros animales, tú lo has dicho. ¿Sabés? Cada vez que termina el espectáculo me siento más tranquilo, como que hay una justicia que pone las cosas en orden…
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2019-10-17
Fragmento Caprichoso 14
Rollo de Papel
Imanol abandona su lugar de trabajo para ir al baño, desde que pasó los cuarenta va bastante seguido, sospecha que se le debe haber despertado la diabetes. Tiene pensado darse una vuelta por el hospital “alguno de estos días” para tener alguna confirmación. Pero mientras tanto se limita a seguir con su rutina. Entra en el baño, busca un cubículo vacío y hace lo que tiene que hacer.
Cuando sale del cubículo va hacia el lavabo y extiende una franja de papel para luego secarse las manos. Se detiene un segundo con el papel extendido y relojea por el espejo, ve que detrás de él hay un sujeto que lo mira extrañado. Es de esperarse, generalmente uno toma el papel luego de lavarse las manos y no antes. “¡Qué irónico!” Piensa mientras prosigue a higienizarse. Lo que le debe extrañar al sujeto es que él está actuando en contra del sentido común. Pero resulta que es todo lo contrario, es el resto del mundo, o al menos gran parte del mismo, el que actúa contra el sentido común. “¿Será posible que el sentido común se debiese enseñar en las escuelas? ¿Hay alguna manera de enseñar el sentido común?”
Imanol cada vez que iba al baño, luego de lavarse las manos, se encontraba con el mismo problema. El rollo de papel bien guarecido dentro de la caja surtidora. “Como temeroso a salir a este mundo de idiotas.” Se le venía a la mente que el surtidor era como un inmenso caracol esclavizado. Él con las manos mojadas intentaba sacar el papel metiendo los dedos por la rendija, lastimándose con los dientes cortadores, peleando con el caracol temeroso mientras que el papel se deshacía al mojarse con sus dedos y cada vez resultaba más difícil sacar el papel para secarse. En un par de ocasiones desistió y se dirigió al lugar de trabajo con las manos mojadas. Era algo vergonzoso, incivilizado, no se podía secar en el pantalón entonces debía llegar a su escritorio con las manos todavía chorreando, la situación lo hacía sentir como en una embarazosa situación en el pupitre de la escuela. Recién ahí en el escritorio tenía unas servilletas de papel que podía usar rápidamente y hacer de cuenta que estaba todo solucionado, hasta la siguiente vez que iba al baño. En otras ocasiones se enfurecía y lograba meter parte de su mano dentro de la caja para extraer el papel haciendo girar el rollo, lastimándose en el intento y exponiéndose a ser encontrado en otra situación embarazosa por algún usuario de los urinales o inodoros. Habían surtidores de papel que lo extendían tirando de una palanca, una macabra imposición para el caracol del baño, pero este dispensador en particular no tenía la palanquita. Imanol creía recordar que el baño del piso de arriba tenía un dispensador con palanquita, pero no le parecía correcto tener que subir un piso para ir al baño por qué algún encargado de compra, para satisfacer los caprichos ahorrativos de algún gerente, no había tenido nada de sentido común. Una vez tuvo el intento de abrir la caja dispensadora con la clavija de la tapita de una lapicera, pero terminó desistiendo, tampoco le parecía civilizado y razonable… “Podría urdir un plan para robarle a uno de los bedeles una de las llaves maestras de dispensadores de papel” Había pensado y reía mientras volvía a su puesto, pero no era tampoco apropiado, era demasiado molesto tomarse tal trabajo solamente para secarse las manos.
La caja surtidora, o “el caracol”, tenía una varilla en la parte inferior. Imanol se dio cuenta de que había un error en el funcionamiento del mecanismo. Entendió al final, usando sus capacidad deductivas pero principalmente su coherencia, que la caja estaba diseñada para no necesitar palanquita. Esto no resultaba necesariamente de una necesidad práctica, al no tener palanquita era más barata y punto. “Pero no deja de ser algo más práctico la reducción a lo mínimo posible de los mecanismos, y en este caso el mecanismo es el propio rollo de papel.” Se dio cuenta de que colocando el papel detrás, y no adelante de la varilla, tras extender y cortar el papel la distancia entre los dientes y la varilla permitía que quede una conveniente cantidad de papel fuera de la caja que luego facilitaba considerablemente el sujetarlo aunque se tengan los dedos mojados. “¡Eureka! ¿A nadie se le ocurrió antes? Bueno, a los diseñadores sí, habrán estado comiéndose la cabeza un buen rato para reducir los números y satisfacer al encargado de presupuesto. Tendría que haber venido algún instructivo para los usuarios, aunque el funcionamiento es bien sencillo.”
Imanol resolvió que al no haber instructivo, pero ser un procedimiento tan sencillo, cualquiera debería de percatarse tarde o temprano de la mayor eficiencia al simplemente poner el papel detrás de la varilla. Y no es que se tuviese que hacer siempre, una vez que se colocaba el papel como correspondía, siempre quedaba fantásticamente dispuesto un trozo lo suficientemente útil como para usar el mecanismo. “¡He logrado domar al caracol del baño!” Si bien no comprendía como era que a ningún otro usuario de los servicios se le había ocurrido revisar el dispensador. De haberlo hecho habrían descubierto la función crucial de la varilla y deberían de poder percatarse de la diferencia en la disposición del papel, de la comodidad, de la conveniencia, y entonces al menos disfrutar de la novedad. “Pero debo admitir que a mí me ha tomado tiempo descubrir el secreto del caracol. ¡Y todo este tiempo metiendo mis dedos en la ranura, y hasta haber pensado en robarle al bedel la llave maestra!” Imanol tenía fe, tenía esperanza, comenzó una asidua tarea evangelizadora recolocando el papel detrás de la varilla cada vez que lo encontraba delante. Creía que tarde o temprano cada uno de los usuarios se adaptaría a este modo más eficiente de usar el dispensador. Entonces, de manera natural, no solo habría domado al caracol, habría educado pedagógicamente a los demás empleados del piso.
“¿Cómo puede ser que siempre encuentre el papel delante de la varilla? Siempre!” Habían pasado meses desde que Imanol ponía, re ponía, y recontra ponía el papel detrás de la varilla. Al parecer, “los usuarios del baño se han acostumbrado hasta tal punto a usar mal el surtidor de papel, que cuando pueden usarlo bien lo alteran adrede”. Era una terea ciclópea, era él solo luchando contra una férrea convicción de sus pares de hacer las cosas mal. La incoherencia se había convertido en rutina. Y pasaron los meses e Imanol se cansó de poner y re poner y recontra poner el papel detrás de la varilla. Se cansó de tomarse el trabajo de corregir lo que todos se tomaban el trabajo de des corregir. “¡Estoy harto, no puede ser que sean todos tan idiotas, que no tengan maldito sentido común!” Se cansó de recolocar el papel, quizás más por una cuestión de principios que por la molestia en sí. Pero tampoco podía volver al suplicio de que se le rompa el papel y tubiese que meter los dedos en la ranura y lastimarse, o volver avergonzado al escritorio con las manos mojadas y las marcas de sus dedos en el culo del pantalón. “El problema, más allá de la estupidez de mis pares, es que tengo los dedos mojados al sacar el papel…” Desde entonces Imanol cortó por lo sano, y extendió un fragmento de papel antes de lavarse las manos, así luego, aunque tuviese los dedos mojados, no se le quedaba el papel dentro de la caja. “No es apropiado, simplemente no es apropiado, no sabiendo la forma correcta de hacer las cosas, pero ya no puedo lidiar con tanta estupidez y debo adaptarme sin volverme loco en el intento.”
Ésta última ocasión en que Imanol usa el lavabo y relojea a otro usuario observándolo sorprendido… Bueno, podría haberse sorprendido por su practicidad, por su método… “¡Podrían haberme encontrado tiempo atrás recolocando el papel tras la varilla! No sería agradable, perdería la pedagogía, pero entonces habría explicado el concepto, a lo mejor hubiese sido más fácil ya que de ningún modo habría ido colega por colega para explicarle como usar el dispensador de papel del baño.” Pero no es admiración en la cara del sujeto, extrañeza y quizás, talvez, algo de asco. Quizás el hombre detrás de él se ha percatado que no se lavó las manos al retirar el papel y eso le da asco. “¿Podría ser eso? ¿Podría ser que le preocupara la higiene?” es difícil de creer, rara vez los ve usando jabón…
Imanol abandona su lugar de trabajo para ir al baño, desde que pasó los cuarenta va bastante seguido, sospecha que se le debe haber despertado la diabetes. Tiene pensado darse una vuelta por el hospital “alguno de estos días” para tener alguna confirmación. Pero mientras tanto se limita a seguir con su rutina. Entra en el baño, busca un cubículo vacío y hace lo que tiene que hacer.
Cuando sale del cubículo va hacia el lavabo y extiende una franja de papel para luego secarse las manos. Se detiene un segundo con el papel extendido y relojea por el espejo, ve que detrás de él hay un sujeto que lo mira extrañado. Es de esperarse, generalmente uno toma el papel luego de lavarse las manos y no antes. “¡Qué irónico!” Piensa mientras prosigue a higienizarse. Lo que le debe extrañar al sujeto es que él está actuando en contra del sentido común. Pero resulta que es todo lo contrario, es el resto del mundo, o al menos gran parte del mismo, el que actúa contra el sentido común. “¿Será posible que el sentido común se debiese enseñar en las escuelas? ¿Hay alguna manera de enseñar el sentido común?”
Imanol cada vez que iba al baño, luego de lavarse las manos, se encontraba con el mismo problema. El rollo de papel bien guarecido dentro de la caja surtidora. “Como temeroso a salir a este mundo de idiotas.” Se le venía a la mente que el surtidor era como un inmenso caracol esclavizado. Él con las manos mojadas intentaba sacar el papel metiendo los dedos por la rendija, lastimándose con los dientes cortadores, peleando con el caracol temeroso mientras que el papel se deshacía al mojarse con sus dedos y cada vez resultaba más difícil sacar el papel para secarse. En un par de ocasiones desistió y se dirigió al lugar de trabajo con las manos mojadas. Era algo vergonzoso, incivilizado, no se podía secar en el pantalón entonces debía llegar a su escritorio con las manos todavía chorreando, la situación lo hacía sentir como en una embarazosa situación en el pupitre de la escuela. Recién ahí en el escritorio tenía unas servilletas de papel que podía usar rápidamente y hacer de cuenta que estaba todo solucionado, hasta la siguiente vez que iba al baño. En otras ocasiones se enfurecía y lograba meter parte de su mano dentro de la caja para extraer el papel haciendo girar el rollo, lastimándose en el intento y exponiéndose a ser encontrado en otra situación embarazosa por algún usuario de los urinales o inodoros. Habían surtidores de papel que lo extendían tirando de una palanca, una macabra imposición para el caracol del baño, pero este dispensador en particular no tenía la palanquita. Imanol creía recordar que el baño del piso de arriba tenía un dispensador con palanquita, pero no le parecía correcto tener que subir un piso para ir al baño por qué algún encargado de compra, para satisfacer los caprichos ahorrativos de algún gerente, no había tenido nada de sentido común. Una vez tuvo el intento de abrir la caja dispensadora con la clavija de la tapita de una lapicera, pero terminó desistiendo, tampoco le parecía civilizado y razonable… “Podría urdir un plan para robarle a uno de los bedeles una de las llaves maestras de dispensadores de papel” Había pensado y reía mientras volvía a su puesto, pero no era tampoco apropiado, era demasiado molesto tomarse tal trabajo solamente para secarse las manos.
La caja surtidora, o “el caracol”, tenía una varilla en la parte inferior. Imanol se dio cuenta de que había un error en el funcionamiento del mecanismo. Entendió al final, usando sus capacidad deductivas pero principalmente su coherencia, que la caja estaba diseñada para no necesitar palanquita. Esto no resultaba necesariamente de una necesidad práctica, al no tener palanquita era más barata y punto. “Pero no deja de ser algo más práctico la reducción a lo mínimo posible de los mecanismos, y en este caso el mecanismo es el propio rollo de papel.” Se dio cuenta de que colocando el papel detrás, y no adelante de la varilla, tras extender y cortar el papel la distancia entre los dientes y la varilla permitía que quede una conveniente cantidad de papel fuera de la caja que luego facilitaba considerablemente el sujetarlo aunque se tengan los dedos mojados. “¡Eureka! ¿A nadie se le ocurrió antes? Bueno, a los diseñadores sí, habrán estado comiéndose la cabeza un buen rato para reducir los números y satisfacer al encargado de presupuesto. Tendría que haber venido algún instructivo para los usuarios, aunque el funcionamiento es bien sencillo.”
Imanol resolvió que al no haber instructivo, pero ser un procedimiento tan sencillo, cualquiera debería de percatarse tarde o temprano de la mayor eficiencia al simplemente poner el papel detrás de la varilla. Y no es que se tuviese que hacer siempre, una vez que se colocaba el papel como correspondía, siempre quedaba fantásticamente dispuesto un trozo lo suficientemente útil como para usar el mecanismo. “¡He logrado domar al caracol del baño!” Si bien no comprendía como era que a ningún otro usuario de los servicios se le había ocurrido revisar el dispensador. De haberlo hecho habrían descubierto la función crucial de la varilla y deberían de poder percatarse de la diferencia en la disposición del papel, de la comodidad, de la conveniencia, y entonces al menos disfrutar de la novedad. “Pero debo admitir que a mí me ha tomado tiempo descubrir el secreto del caracol. ¡Y todo este tiempo metiendo mis dedos en la ranura, y hasta haber pensado en robarle al bedel la llave maestra!” Imanol tenía fe, tenía esperanza, comenzó una asidua tarea evangelizadora recolocando el papel detrás de la varilla cada vez que lo encontraba delante. Creía que tarde o temprano cada uno de los usuarios se adaptaría a este modo más eficiente de usar el dispensador. Entonces, de manera natural, no solo habría domado al caracol, habría educado pedagógicamente a los demás empleados del piso.
“¿Cómo puede ser que siempre encuentre el papel delante de la varilla? Siempre!” Habían pasado meses desde que Imanol ponía, re ponía, y recontra ponía el papel detrás de la varilla. Al parecer, “los usuarios del baño se han acostumbrado hasta tal punto a usar mal el surtidor de papel, que cuando pueden usarlo bien lo alteran adrede”. Era una terea ciclópea, era él solo luchando contra una férrea convicción de sus pares de hacer las cosas mal. La incoherencia se había convertido en rutina. Y pasaron los meses e Imanol se cansó de poner y re poner y recontra poner el papel detrás de la varilla. Se cansó de tomarse el trabajo de corregir lo que todos se tomaban el trabajo de des corregir. “¡Estoy harto, no puede ser que sean todos tan idiotas, que no tengan maldito sentido común!” Se cansó de recolocar el papel, quizás más por una cuestión de principios que por la molestia en sí. Pero tampoco podía volver al suplicio de que se le rompa el papel y tubiese que meter los dedos en la ranura y lastimarse, o volver avergonzado al escritorio con las manos mojadas y las marcas de sus dedos en el culo del pantalón. “El problema, más allá de la estupidez de mis pares, es que tengo los dedos mojados al sacar el papel…” Desde entonces Imanol cortó por lo sano, y extendió un fragmento de papel antes de lavarse las manos, así luego, aunque tuviese los dedos mojados, no se le quedaba el papel dentro de la caja. “No es apropiado, simplemente no es apropiado, no sabiendo la forma correcta de hacer las cosas, pero ya no puedo lidiar con tanta estupidez y debo adaptarme sin volverme loco en el intento.”
Ésta última ocasión en que Imanol usa el lavabo y relojea a otro usuario observándolo sorprendido… Bueno, podría haberse sorprendido por su practicidad, por su método… “¡Podrían haberme encontrado tiempo atrás recolocando el papel tras la varilla! No sería agradable, perdería la pedagogía, pero entonces habría explicado el concepto, a lo mejor hubiese sido más fácil ya que de ningún modo habría ido colega por colega para explicarle como usar el dispensador de papel del baño.” Pero no es admiración en la cara del sujeto, extrañeza y quizás, talvez, algo de asco. Quizás el hombre detrás de él se ha percatado que no se lavó las manos al retirar el papel y eso le da asco. “¿Podría ser eso? ¿Podría ser que le preocupara la higiene?” es difícil de creer, rara vez los ve usando jabón…
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