La nieve reposaba en el anden y una locomotora se mantenía caliente. Los vagones se extendían todos de negro metal.
Lentamente las personas se amontonaban, se despedían y subían a la formación. Algunos obreros subían cargamento. El vapor se desprendía de la chimenea de la máquina y se elevaba sobre la noche.
Una femenina silueta no se despidió de nadie y subió una escalera metálica, entró en un vagón, se adentró entre camarotes y dentro de uno de ello se sentó en un mullido asiento. Contempló a quienes se despedían en el anden y a quienes cargaban equipaje, contempló los cientos de pisadas que en la nieve formaban un caos.
El frío de afuera y el templado ambiente de adentro empañaba los vidrios, ella dibujó con su dedo en el vidrio. Ojos, y un contorno, la silueta de una máscara.
En un salón elegante y colmado de sofisticados atuendos ella se movía, a través de las personas y del recuerdo desde el camarote de un tren que en cualquier momento partiría. Un baile de máscaras, todas decoradas, de variadas formas y con piedras y plumas y diversos colores. Solo máscaras y atuendos sofisticados.
El tren dio un golpe, y otro, y otro, y el silbato sonó, y el andén se fue corriendo detrás del vidrio empañado.
Por las voces ella se daba cuenta, en aquel salón lleno de máscaras, quienes eran muchas de esas personas. Muchas otras no, pero aun así las voces algo decían además de las palabras. Y las palabras también decían mucho más que solo su etimología. Los cuerpos mostraban diferentes formas de interpretar la elegancia, algunos de forma forzada. La elegancia nunca puede ser forzada, eso se nota y desentona... Otros cuerpos, con gracia, se entregaban a la música.
Una voz conocida por detrás, una en particular, se corrió de un lado a otro mientras se acercaba al oído. Mientras que tras las máscaras los ojos se colaban para ver lo que rodeaba, para intentar pescar confidencias entre los intentos de ocultar los rostros, muchos cuerpos, con sus atuendos y desplazamientos y voces, eran bien reconocidos.
Los que no hablaban en voz alta se mostraban borrosos, entre los atuendos similares y las máscaras diferentes, y el entretenimiento de la música. Las palabras detrás de ella dieron un mensaje, que se encontrarían en un lugar bajo las estrellas en el laberinto.
Mientras, los recuerdos fluían como fluían los árboles lejanos del paisaje, lentamente y sin detenerse. El tren se mecía ligeramente, el camarote ya estaba tibio y los dibujos del vidrio necesitaban ser reforzados.
El laberinto es un juego y una realidad, es un pedazo de jardín, un montón de paredes de ligustrina. Encerraba misterio, penumbra, el aroma de jazmines y la picardía de algunos amantes.
Ella se movía entre los cuerpos, esquivaba las máscaras, sus sentidos se esforzaban por reconocer quien tenía la más mínima intención hacia su persona. Ella evitaba esas intenciones, no permitía que nada la retuviese, fingía que danzaba y quizás eso llamaba mucho más la atención juraría luego que algunos ojos la siguieron. Y junto a la ventana abierta del salón, en el balcón, el aroma de los jazmines y el jardín, y detrás el laberinto. Un muro verde, vivo y misterioso. Un conglomerado lleno de tentador peligro.
Lentamente caminaba por el jardín con luces tenues y el lejano rumor de una pareja fingiendo normalidad. Desde el balcón parecía que nadie miraba, que nadie se asomaba, las mejores piezas musicales sonaban en ese momento. Tras mirar detrás y no ver a nadie se adentró en el laberinto.
Caminó mientras el corazón ardía, giró varias veces en diferentes direcciones y en algunos momentos creyó escuchar risas femeninas o masculinas tras las ligustrinas, moviéndose con agilidad, como buscándose, jugando el juego, pero probablemente conociendo mejor ese laberinto...
El camarote del vagón tenía cortinas oscuras, la puerta de acceso tenía una ventana y su cortina la tapaba. Era privado, la rodeaba la soledad y a la vez la puerta podía ser abierta desde afuera. No valía trabarla y arruinar los recuerdos. Los ojos se perdían entre los árboles que se perdían al avanzar el tren.
En el laberinto, en cierta ocasión las rizas femenina y masculinas sonaron muy cerca, se habían encontrado. Entre el aroma de jazmines ella avanzaba y una voz conocida pasó junto a ella. Ambas siluetas seguían portando sus máscaras, su cuerpos se acercaron y se probaron. Los atuendos se corrieron, se abrieron, se desataron. Se degustaron mientras el aroma los abrazaba. Algunos sonidos hicieron, las rizas no se oían, una mágica confidencia entre jugadores. ¿Cuantos abrían en ese momento jugando lo mismo en diferentes recovecos del laberinto?
Había pasado el tiempo, el laberinto estaba lejos, el clima era otro y no habían jazmines. La mujer en el tren junto a la ventana sonreía. Tenía un bolso con una máscara y un perfume floral y recordaba la voz y la textura y el sabor del portador de la máscara. Creía que una máscara ocultaba otra máscara, y que la verdad emergía del anonimato, y que peligro misterioso alimentaba la vida. Y que todo era un juego.
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