Tenía que pasar, saqué mis piernas para afuera hacia el andén, y era él anden. El andén de la vieja estación. Sin molinetes, sin rejas, sin grandes edificios alrededor. Me acerqué al borde y miré las vías. Miré el recorrido de los rieles hacía donde se juntaban y giraban rodeadas de pasto crecido. La magia de los andenes, creo, que es la de esa sensación de detenerse en la línea de tiempo para contemplarlo todo. Es algo así como detener el mundo y que pase alrededor, y da vértigo y seguridad a la vez. Pero me alejé, tenía que recorrer el barrio.
El barrio era él barrio, también. Todo tan lleno de adoquines, todas las ventanas sin rejas, alguna vez las rejas solo eran para las prisiones. Solamente no encontré a nadie. La sensación era particular, por qué todo se sentía tan real y sabía que no estaba soñando, pero no era el tiempo de siempre. Como dije, no había gente, parecería que estaba caminando por un álbum de fotografías Polaroid. Y me cruzaba con postes de madera, y esas marcas de metal que indicaban el nivel del mar, a lo lejos un teléfono público como una pequeña cúpula. Di vuelta a la esquina y se me antepuso la diagonal de la plaza. Esa plaza fue bosque encantado, Pangea, paraje marciano, y todo a la vez. Sin las rejas, con tierra, baldosas rotas, y a mi derecha una rayuela de tiza.
Pasé la plaza, la plaza y el mástil del centro, siempre sin bandera. Y pasé algunas cuadras. En una dirección estaba la casa de la morocha, y para otra el callejón en donde se podía jugar piola por qué nunca pasaba ni un auto ni una bicicleta.
En un momento tuve pánico, no sé bien por qué. Ahora creo que fue el miedo a perderme, ir de un lado a otro y terminar en algún recuerdo demasiado lejano. Volví caminando rápido a la estación. No quería correr, de repente se me vino a la cabeza de que si no había nadie, nadie más que yo, entonces debería de llamar mucho la atención. Pensé que si corría, algo se iba a posar sobre mí. Fingiendo indiferencia, con fuertes latido, llegué a la estación.
No subí por la escalera, al costado vi una puerta y quise saber que había allí, siempre quise saber que había en esa puerta. Me acerqué y la abrí. Y no pude entender. Detrás de la puerta había algo abstracto o surreal, o será que había roto el límite de mis recuerdos. Entonces pensé que estaba creando yo ese lugar, y que fuera del espacio recordado iría a un limbo…
Subí al andén y ni me molesté en cerrar la puerta. Estaba llegando un tren, vacío también, pero no era el diseño correspondiente al barrio y época, y tampoco era el tren moderno y nuevo comprado a los chinos. No quise ver por las ventanas a donde iba, no quise ver cuando saliera del recuerdo y atravesase las fronteras, y me vea rodeado de pesadillas de Dalí. Nunca me gustó Dalí…
En algún momento tomé valor, asumí que había recorrido más distancia de la de costumbre, y me bajé. Y me encontré en otra estación, en otro barrio, y la fecha era la correcta. ¡Qué sé yo cual es la fecha y barrio correcto, maldita sea! Quiero decir que estaba de vuelta en mi tiempo, pero en otro lado. Asumo que me perdí, que me equivoqué de tren, que me bajé en algún pueblo lejano del conurbano. Asumo que las casas se parecían, y que me confundí, que era la hora de la siesta. Es más conveniente haberme confundido…
La nostalgia me revolvió un montón de sensaciones olvidadas, fue espectacular, pero no quiero volver. Aunque nunca imaginé este presente, igual, no quiero volver, jamás.
¡Pero como me gustan los andenes! ¡Vaya a saber yo en qué barrio terminaré alguno de estos días!
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2 comentarios:
Que lindo!!! Aléfica
Excelente, entre lo nostalgico y lo terrorifico. mañana lo voy a releer
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